"Tonto tonto tonto eres, no se pega a quién se quiere; malo, malo, malo eres no te pienses mejor que las mujeres..."
Así empieza una de las canciones que se han escrito en los últimos años y que condena la violencia de género, el maltrato injustificado a las mujeres. En sus líneas se reivindica el derecho de las mujeres a sentirse respetadas y a ser libres, independientemente del lugar de nacimiento o de la condición económica y social que tengan.
Hace unas semanas se conoció que el juez Juan del Olmo, antiguo instructor del sumario sobre los atentados del 11-M, concluyó que la expresión “zorra” proferida en el ámbito familiar por un marido a una esposa, no se puede considerar un improperio. No se ha de condenar puesto que, en ese contexto, queda muy claro que la intención del marido al pronunciarla equivaldría a reconocer que su mujer es una persona que se maneja con astucia en la vida. El juez, a la hora de redactar la sentencia, no tuvo en cuenta que el acusado había asegurado a la mujer, en el contexto de discusiones familiares, que “la tendría que ver en el cementerio, en una caja de pino” y esto, lo había jurado “por el sol”. Finalmente fue condenado por amenazas leves.
A partir de sentencias como ésta, uno se puede hacer varias preguntas que deberían tener una respuesta clara y precisa. ¿Un cargo público como es un juez, con un nivel de poder y de decisión que se le supone privilegiado, puede llegar a redactar un informe como ese con total impunidad? ¿hasta qué punto la convicción personal y la subjetividad debería contaminar el resultado de una sentencia judicial? ¿deberíamos los ciudadanos estar expuestos a las voluntades de los jueces o a los preceptos "objetivos" de la justicia? ¿se revisan con la asiduidad que fuera necesaria las leyes del código penal? ¿quién juzga a los jueces?
El panorama actual en relación a la violencia machista es desolador. El ritmo de agresiones y maltratos no sólo no se detiene sino que va en aumento. Cada vez son más los medios con los que un agresor puede intimidar a su víctima. En los últimos días hemos sabido que un joven sevillano anunció, a través de las redes sociales, que mataría a su novia.
Cada año muere en nuestro país una media de 65 mujeres víctimas de la violencia doméstica, víctimas de maridos agresivos, celosos e inseguros. Víctimas de una justicia que no se revisa, de una justicia que no debería permitir que se redacten sentencias tan avasalladoras para la integridad de las mujeres como la que confeccionó el juez del Olmo. Y más, cuando en el expediente del acusado constaba que tenía antecedentes por maltrato. Otras veces, a pesar de la agresión, no hay que lamentar víctimas y todo queda en heridas leves gracias a la intervención de los vecinos o a que los presuntos asesinos no consiguen quitarle la vida como pretendían.
Lo más incierto de todo es que, tras una muerte por violencia de género, cuando se realiza el informe psicológico, y después de la administración de baterías de pruebas psicológicas, en la mayoría de las ocasiones se acaba concluyendo que los agresores no padecen ningún trastorno o cuadro clínico de origen mental. Esto significa que los agresores no son enfermos mentales sino que son personas que en un momento determinado, se dejan llevar por sus emociones y, prisioneros de su descontrol, acaban matando a un ser querido. En la mayoría de casos y en ausencia de trastorno psicológico, el arrepentimiento viene después, cuando ya es tarde.
Esta entrada pretende ser un reconocimiento a todas las mujeres que, a lo largo de los años, han muerto en manos de sus parejas o exparejas, hoy 25 de noviembre, día internacional contra la violencia de género. La única manera de erradicar esta epidemia es denunciando al agresor y esperando que se haga justicia.
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